domingo, 11 de abril de 2021

MI QUERIDA BICICLETA

 



Durante esta semana vamos a celebrar EL DÍA DEL LIBRO. 

Este año vamos a rendir un homenaje a Miguel Delibes, ya que el pasado el 17 de octubre de 2020 se celebró el centenario de su nacimiento. Sabéis que nació en Valladolid y fue un gran amante de la naturaleza.

Vamos a leer unos fragmentos del libro titulado "Mi querida bicicleta".


Lunes, 19 de abril de 2021

Yo no hacía más que dar vueltas por los paseos laterales, a lo largo de la tapia, con regreso por el paseo central, pero, al franquear el cenador con su mesa y sus bancos de piedra, las enredaderas chorreando de las pérgolas, azotándome el rostro, vacilaba, la bicicleta hacía dos eses  y estaba a punto de caer pero, felizmente, la enderezaba y volvía a pedalear y a respirar tranquilo: tenía el camino expedito hasta la vuelta       siguiente. Y así, una y otra vez, sin medir el tiempo. Mi padre, que todos los veranos leía el Quijote y nos sorprendía a cada momento con  una risotada solitaria y estrepitosa, me había dicho durante el desayuno, atendiendo mis insistentes requerimientos para que me enseñara a montar:

—Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato.

Para un niño de siete años, los luego de los padres suelen suponer eternidades. De diez a una y media me dediqué, pues, a contemplar con un ojo la bicicleta, de mi hermano Adolfo, apoyada en un banco del cenador (una Arelli de paseo, de barras verdes y níqueles brillantes, las palancas de los frenos erguidas sobre los puños del manillar) y con el otro, la cristalera de la galería que caía sobre el jardín, donde mi padre, arrellanado en su butaca de mimbre con cojines de paja, leía incansablemente las aventuras de don Quijote.

Su concentración era tan completa que no osaba subir a recordarle su promesa. Así que esperé pacientemente hasta que, sobre las dos de la tarde, se presentó en el cenador, con chaleco y americana pero sin corbata, negligencia que caracterizaba su atuendo de verano:

—Bueno, vamos allá.

Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me                          dio un empujón y voceó cuando me alejaba:

—Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.


Martes, 20 de abril de 2021

Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En la esquina del jardín doblé con cierta inseguridad, y, al  llegar al fondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta:

—¿Qué tal marchas?

—Bien.

—¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante.

Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla. A la tercera vuelta advertí que aquello no  tenía mayor misterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío. Mi padre, a la vuelta siguiente, frenó mis entusiasmos:

—No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.

         —Ya.

Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora. Pero de pronto se levantó ante mí el fantasma del futuro, la incógnita del «¿qué ocurrirá mañana?» que ha enturbiado los momentos más felices de mi vida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en uno de nuestros entrecortados diálogos:

—¿Qué hago luego para bajarme?

—Ahora no te preocupes por eso. Tu despacito. No mires a la rueda.



Miércoles, 21 de abril de 2021


Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego. Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra recién regada, pero la incertidumbre del futuro ponía nubes sombrías en el horizonte. Daba otra vuelta. Mi padre me sonreía:

—Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?

—Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo.

Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, cogía el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornaba por el paseo central. Allí estaba mi padre de nuevo. Yo insistía  tercamente:

        —Pero es que no me bajar. 

—Eso es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del lado   que caiga la bicicleta.

Me alejaba otra vez. Sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba ahora a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para retornar al paseo central. Mi padre iba  ya caminando lentamente hacia el porche:

—Es que no me atrevo. ¡Párame tú! —confesé al fin.

Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando la voz llena de mi padre a mis espaldas:

—Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre subes a comer.

Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara  de que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otro momento tendría que apearme, es más, con la convicción absoluta de que en el momento en que lo intentara me iría al suelo. En las enramadas se oían los gorjeos de los gorriones y los silbidos de los  mirlos como una burla, mas yo seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia, sorteando las enredaderas colgantes de las pérgolas del cenador.


Jueves, 22 de abril de 2021

¿Cuántas vueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlas  pero yo sabía que ya era por la tarde.

Oía jugar a mis hermanos en el patio delantero, las voces de mi madre preguntando por mí, las de mi padre tranquilizándola, y persuadido de que únicamente la preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fui adquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas, incluso tuve un anticipo de lo que había de ser la  lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar    de una bicicleta, de que en este como en otros apuros tendría que ingeniármelas por mismo. Movido por este convencimiento, pensé    que el lugar más adecuado para el aterrizaje era el cenador. Había de  llegar hasta él muy despacio, frenar ante la mesa de piedra, afianzar la  mano en ella, y una vez seguro, levantar la pierna y apearme. Pero el miedo suele imponerse a la previsión y, a la vuelta siguiente, cuando frené e intenté sostenerme en la mesa, la bicicleta se inclinó del lado opuesto, y yo entonces di una pedalada rápida y reanudé la marcha. Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso y ya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la bicicleta se     atoró y yo me apeé tranquilamente. Mi padre ya salía a buscarme:

         —¿Qué?

—Bien.

—¿Te has bajado tú solo?

—Claro.

Me dio en el pestorejo un golpe cariñoso:

—Anda, di a tu madre que te algo de comer. Te lo has ganado.






AHORA TE TOCA A TI


¿Te acuerdas cuándo aprendiste a andar en bicicleta? ¿Quién te enseñó? ¿Quién te regaló la primera bicicleta? ¿Cómo era? ¿Cómo aprendiste? ¿Te caíste alguna vez? 

Cuenta en un folio cómo fue tu experiencia con la bici. Puedes hacer también un dibujo.














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